11 mayo, 2010
Todas las religiones apuntan a la experiencia de una realidad inefable, absoluta, la Unidad, la gran alma, el Ser, para muchos, Dios. Sabemos que el término religión viene de religare, que significa «unir» (o «reunir») y que todos participamos de la unidad del Ser divino a través de nuestro Ser esencial. Puede decirse que somos conciencia encarnada, una conciencia que respira por medio del aliento divino. El sentido trascendente del ser humano es percibir aquello se encuentra más allá del espacio y el tiempo, lo eterno de la existencia.
Cada vez hay más personas que buscan un camino espiritual por diferentes motivaciones. Unas por curiosidad, otras porque está de moda, algunas para relajarse y otras por necesidad, a raíz de ciertas experiencias dolorosas en una búsqueda de verdadero sentido, y finalmente para encontrar una vía espiritual que les ayude a transformarse interiormente.
En efecto, cada día aumenta el número de hombres y mujeres interesados en aprender a meditar. La meditación es una práctica que está más allá de las doctrinas y religiones, es la esencia de todas las religiones; un camino hacia uno mismo, un viaje para descubrir y experimentar la verdadera naturaleza esencial. Sentarse es situarse conscientemente entre el cielo y la tierra, entre lo ilimitado del Cielo y lo ordinario de la Tierra, uniendo así en el corazón lo absoluto con lo relativo.
Al Ser se accede a través de la experiencia; mediante el ejercicio o práctica espiritual podemos sentir que formamos parte del Todo. El ejercicio favorece que seamos permeables y transparentes a lo que somos en lo más profundo de nosotros. En la práctica meditativa podemos vislumbrar nuestra esencia perdida en la identificación con la mente. Lo divino nos busca y nos encuentra en la soledad y el silencio.
La práctica de la meditación es un despertar de la conciencia corporal. En primer lugar, es importante tener conciencia del cuerpo como instrumento de realización espiritual, y no como un obstáculo en el camino. Tomar conciencia del cuerpo que se es, no que se tiene.
La palabra meditación proviene de meditari, que significa «ir hacia el centro». Meditar es sentarse y sentirse, en intimidad con uno mismo. A través de la meditación se abre la prisión del ego y se accede al Ser esencial. Para ello, hemos de contemplar el flujo de la actividad de la mente, sin identificarnos con sus contenidos, sean los que sean. La contemplación de los pensamientos y emociones tiene el efecto de disolverlos.
No practicamos la meditación con la idea de obtener algo, tampoco para sacar provecho, ni para relajarnos o ser mejores. Meditamos porque es lo mejor que podemos hacer llegado a un determinado momento en la vida, sin esperar premios ni recompensas, sin crearnos otro ego -ahora espiritual-, sino para conocer nuestra naturaleza original y estar más presentes en nuestras vidas.
En la meditación se trata de silenciar al ego dándole un «hueso que roer», para dejar que despierte la voz más profunda de nuestro Ser. Se puede meditar observando la respiración, o bien mirando un objeto o imagen, y también por medio de la recitación de un mantra o sonido -sea interior o exterior-, como sucede en el budismo tibetano, el sufismo e hinduismo.
En la práctica de la meditación son importantes el asiento, la postura, los ojos, las manos, la boca y la respiración. Repasaremos uno a uno dichos aspectos.
Hay que sentarse cómodo y holgado sobre un cojín -o zafu- con las piernas cruzadas, como una montaña bien asentada, con firmeza y majestuosidad. La espalda recta y bien erguida, con el coxis un poco hacia fuera de forma natural y la cabeza equilibrada entre los hombros relajados. La columna vertebral es el canal entre cielo y tierra; la verticalidad de su eje propiciará que la energía fluya por el cuerpo y la mente se encuentre en reposo. Es fundamental la inmovilidad en la postura para favorecer que la mente se vaya aquietando.
Los ojos han de estar ligeramente abiertos para no retirarse de la realidad con ensoñaciones y fantasías; la mirada delicada reposando en un punto fijo en el suelo a unos ochenta o noventa centímetros y la barbilla un poco hacia el pecho. La boca suavemente relajada, con la lengua en el paladar.
En cuanto a las manos, pueden estar sobre las rodillas, como en el budismo tibetano o el taoísmo, o bien formando el mudra cósmico del zazen: las palmas abiertas forman un cuenco, la izquierda sobre la derecha y los pulgares se tocan formando una línea recta, mientras que los dedos meñiques están pegados al hara, segundo chakra, justo debajo del ombligo.
El centro del cuerpo es el corazón, pero para abrirlo no hay que centrarse directamente en él, sino en el hara; desde ahí se facilita que el corazón se abra dulcemente, como una flor.
En la práctica de la meditación es imprescindible estar conectado con el centro de gravedad o hara, que proporciona estabilidad, voluntad, equilibrio, serenidad y dominio de uno mismo. La persona centrada en el hara se halla enraizada en una relación equilibrada entre el cielo y la tierra, con ella misma y con el mundo. El hara aporta confianza, seguridad, incrementa la salud y refuerza el sistema inmunológico. Además, facilita la acumulación de la energía vital, por eso en la vida cotidiana es bueno instalarse en él.
La conciencia del hara propicia estar presente y plenamente enraizado, libera del yo egocéntrico y nos permite percibir, acceder y actuar desde el Ser esencial. La conexión con el hara prepara para acoger la experiencia del Ser que permanece a la espera para brotar cuando se dan las condiciones adecuadas para ello.
Lo primero que experimentaremos es dolor físico ya que permanecemos inmóviles en una postura a la que no estamos acostumbrados. Se trata de la postura del loto o medio loto, si bien en algunas tradiciones -por ejemplo, la taoísta- se medita sentado en una silla con la espalda recta. Podemos empezar por sentir el interior, saborearlo, escucharlo y también sentir la piel, el exterior, lo que nos separa y a la vez une al mundo.
El ejercicio requiere entrenamiento y adaptación, aunque también es cierto que a más ego más dolor y que las personas con una mente agitada sufren más que las serenas. Hay una relación entre la postura corporal y la actitud mental, porque como sabemos cuerpo y mente están interrelacionados. Ahora bien, podemos entrenar el cuerpo y la mente, superar el dolor, armonizar la respiración e ir hacia la serenidad y quietud interior mediante la paciencia, la perseverancia y la confianza en que ahí se encuentra nuestra esencia
La observación de la respiración es fundamental y común a las diferentes tradiciones espirituales. La concentración tiene lugar en la respiración, en el ritmo de inspiración y espiración, en el intercambio vital: dar y recibir. Hay que ser íntimo con la respiración, en cada inhalación y exhalación. Se inspira apoyándose primero en el hara o centro de gravedad, dejándose ir e insistiendo en la espiración. Entre la toma del aire y la expulsión, entre el ir y venir sin la intervención de la voluntad del ego, se produce equilibrio y alternancia. Observamos la respiración, nos dejamos llevar en la expulsión del aire, soltando, abandonándolo todo, sintiendo el hara al final de cada espiración. En la exhalación se descansa, no se fuerza o manipula, se contempla. Al acabar de soltar el aire pueden contarse las respiraciones, de uno a diez.
Se reposa en la pausa entre inspiración y espiración. Inspiración, pausa, espiración lenta y vacío, y reencontrarse en la inspiración. En cada exhalación se entrega todo, hay una pequeña muerte. Cada respiración es una muerte y un nacimiento. La respiración es ser y devenir, nacer y morir a cada instante. Morir una y otra vez en cada exhalación, relajándose. Ser uno con la respiración, mientras ésta fluye sosegadamente, volver una y otra vez, sin añadir nada. Los pensamientos aparecen y desaparecen como nubes en el cielo, como olas en el mar, y una y otra vez los dejamos ir.
La respiración consciente es un poderoso mecanismo de transformación que conduce al «yo soy». La respiración es la vida, la expresión fundamental de la vida, del aliento divino o espíritu. Nos convertimos en respiración. El que respira y la respiración se funden, se hacen uno, de modo que pasamos de respirar a sentir que somos respirados por la vida.
Texto original © Ascensión Belart.