La entrega del corazón

 

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Cuando los pares de opuestos se unen, algo divino sucede. Jung 

Muchos sabéis de mi fascinación, tanto cuando escribo como en consulta, por el proceso de individuación, integración y maduración en el que uno decide hacerse cargo de sí mismo, desarrolla sus propios recursos y aprende a sostenerse a nivel emocional y económico como etapa previa y requisito necesario para relacionarse íntimamente con un otro significativo. Si bien es cierto que suelo hacer hincapié en la integración del niño interior y la parte adulta que forman un ocho, hoy quiero escribir sobre el símbolo del infinito, que representa la relación, la eternidad, el lazo de amor espiritual también llamado santo ocho. El vínculo que une a las parejas: el nosotros.

Suelo decir que cuando uno se centra en sí mismo y se ocupa de su parte emocional la energía fluye por su ocho, la relación se da sola. Sin embargo, esto no es del todo cierto. Si insisto en centrarse en uno mismo y aprender a girar como una peonza sobre el propio eje es porque sé que para relacionarse desde una cierta madurez y evitar apegos y dependencias es esencial no convertirse en satélite del otro. A fin de cuentas, nacemos y morimos solos, somos plenos responsables de nuestra vida. De hecho, a menudo nos conocemos, compartimos un tiempo, nos acompañamos hasta un cierto punto y luego continuamos solos.

Llega un momento en el que es necesario olvidarse un poco de uno mismo para poder ver al otro ya que cuando prima el individualismo la relación no puede fluir, se estanca, se seca. Algunas de las parejas que vienen a hacer terapia defienden con ahínco sus individualismos de manera que difícilmente puede haber un lugar para el nosotros. En estos casos no hay unidad ni pertenencia o conexión, no hay mezcla posible. Hay posicionamientos, distanciamiento, polaridades, luchas de egos, impermeabilidad, separación.

Para que la relación se mantenga viva es necesario honrar y valorar el vínculo, aquello que les une; un privilegio que también requiere de ciertas renuncias: renunciar a defender el ego, a tener la razón, a no ver más allá del propio ombligo. Cuando anteponemos el individualismo el vínculo se termina marchitando. Aquellos que no se han encontrado a sí mismos se pierden fácilmente en la relación buscando salvarse, mientras que otros prefieren encerrarse en el individualismo de su torre de marfil, a salvo de perderse.

Verdaderamente no es tarea fácil construir un nosotros. Prueba de ello es lo que les cuesta a algunos hablar en plural, mientras que otros apenas usan el singular. Sin embargo, ambos son indicados y significativos. Cuando usamos repetidamente “mi” y “tu” estamos separando en lugar de unir, y la relación se resquebraja. Me viene la imagen de dos tirando de una cuerda, unidos por el cable de guerra.

El principio de integración de opuestos es de primordial importancia en la psicología jungiana, la unión de opuestos que por medio de la integración acaba con el conflicto. Jung denominó «obra de principiante» a la integración de la sombra, y «obra maestra» a la integración del masculino y el femenino. Y estableció aún la noción de daimon, que representa el trabajo de unificación e integración de estos cuatro aspectos: sombra y yo, masculino y femenino. Cuando peleamos con la pareja nuestro masculino y femenino están en lucha interna, no están integrados, y cuando proyectamos en el otro nuestra sombra tampoco la integramos. Son tareas del desarrollo de la conciencia sumamente minuciosas y complejas.

En palabras de Leonard Cohen:

Dice la Cábala que si Adán y Eva no se ponen cara a cara, Dios no sé sentará en su trono. Mi lado masculino y femenino se resisten esta noche a encontrarse, y Dios no se sentara en el trono.

Aprender a bailar solos, escucharse, seguir el propio ritmo y practicar la íntima conexión no es tan complejo como bailar acompañado. Bailar en pareja requiere de un movimiento de rotación sobre uno mismo y a la vez de traslación alrededor del otro, en el sentido literal y figurado. Es decir, simultanear la íntima conexión y la íntima comunión con el otro. Y para ello, hay que ver y tener en cuenta al compañero, proyectar una mirada amorosa de admiración, aceptación, valoración y aprecio, en vez de nuestras frustraciones y limitaciones. Ser compasivo y generoso. Nutrirlo, cuidarlo, y poner también algunos límites amorosos. Ser inofensivos y practicar la no violencia. Respetarle. Ser sincero y auténtico. Equilibrar las propias necesidades y las del compañero. Comprender de donde viene y cuáles son sus condicionamientos y limitaciones, y dónde están sus heridas.

Bailar en pareja pide soltar la falsa autosuficiencia para apreciar los detalles del otro.  Precisa de amabilidad, ternura y comprensión. Perder el miedo a entregarse y formar parte de algo más grande. Derribar las barreras del control y del miedo a perderse. Dejarse llevar. Adquirir el compromiso de crear ese santo vínculo, nutrir el tiempo y espacio para la relación, y no solo el propio. Precisa  conservar la fe y la confianza en el otro. Cuidar sus espacios. Preguntarse: ¿Construyo o destruyo? ¿Nutro o  extenúo?

A menudo no aceptamos la realidad tal como es, los hechos tal como son, no terminamos de aceptar al otro tal cual es, nos resistimos y sufrimos. Al oponernos, nos generamos dolor. Cuando  aceptamos lo que es nos liberamos y fluimos con la Vida. Es así de sencillo. Cuando nos sentimos molestos, rechazamos, nos frustramos y disgustamos nos estamos oponiendo al río de la Vida. Por fuerza, como mínimo saldremos magullados. Podemos no añadir más dolor al dolor de la vida simplemente ejercitando la aceptación radical: “lo que viene, conviene”.

Cabría preguntarnos: ¿cómo nos oponemos al amor? ¿Cómo nos oponemos a la Vida? Defendiéndonos, rechazando, enjuiciando, criticando. Detrás de eso hay miedo, no amor. Tratándonos con “demasiada familiaridad”: con exigencias, pasividad, desinterés, presuponiendo, dando por hecho; con agresiones pasivas, egoísmo, egocentrismo, viendo únicamente el propio ombligo, alimentando razones y resentimientos. Hay parejas que compiten por la energía y la atención, en vez de compartirla. Son como vasos comunicantes que se vacían mutuamente, en lugar de conectarse consigo mismos y beber de la Fuente.

Ahora bien, es bueno reconocer nuestra necesidad de amar y ser amados, la necesidad de reconocimiento mutuo puesto que la mirada del otro da sentido. Trasmitir: “Te veo, me importas”, practicando la reciprocidad, el equilibrio entre dar y tomar y la tolerancia. Lo masculino necesita de lo femenino y viceversa. El Universo busca trascenderse a sí mismo a través de la integración de los pares de opuestos.

El mundo cambia si dos se miran y se reconocen. Octavio Paz

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Gustav Klimt

 

Practicar el buen amor consiste en amabilidad y no dureza; flexibilidad, no rigidez, valoración, en vez de reproches; libertad, en lugar de expectativas condicionantes; comprensión y aceptación en lugar de desvalorización y falta de aprecio; generosidad, no mezquindad. Ello requiere en primer lugar y como condición sine qua non que ambos estén en paz y se nutran a sí mismos. Precisa de adaptación mutua, ceder, dar prioridad también a las necesidades del otro. Es jugar al balancín, arriba y abajo, hasta encontrar a momentos una posición de equilibrio. Es querer verle feliz, valorar los detalles, salir del círculo de la mirada negativa. Ver en la pareja un amigo, un compañero de camino y saber que mientras caminemos juntos nos apoyamos y comprendemos mutuamente.

Para ello, hay que soltar y dejar ir todo lo que separa y cultivar todo lo que aúna. Crear un contexto nutricio basado en la paridad y la igualdad de rango. Ser transparentes, mostrar el dolor y no la rabia, pedir en lugar de quejarse, enfadarse y protestar. Dejar ir la exigencia, la desconsideración y las imposiciones. Darse cuenta del sin sentido de la arrogancia, la autosuficiencia, el orgullo, el negativismo, la intransigencia, la tozudez. Tomar conciencia de las PROYECCIONES, y del valor de la ternura, la compasión, la paciencia, la generosidad y la gratitud. Sanar las propias heridas para que no supuren y proyectemos el dolor y la frustración en el otro. Ver lo propio para no proyectar, aceptarlo y transformarlo. Buscar el bien común y la reciprocidad. Disponibilidad. Intercambiar papeles: sostener a ratos al otro y dejarse sostener.

Lo cierto es que dos individualidades no crean pareja y un exceso de individualismo arruina el vínculo. El antídoto es COMPARTIR: vidas, hijos, familia, amigos, intereses, momentos…  frente a “lo mío” y “lo tuyo”. Dar lo que le falta a la relación, porque sólo lo que se comparte se multiplica. Eso que sentimos que falta, aportarlo. Dar lo que se necesita, dar lo que se quiere recibir y no añadir más dolor al mundo. Crear pareja pide rendirse y entregarse. Muchos dicen “si,… pero no” por miedo a perder lo que se ha conseguido, su zona de confort, el control del ego… y ahí se instalan.

Hace falta valentía para entregarse, valentía y coraje para vivir la vida. Decir sí a la Vida y al otro tal cual es, a sus características idiosincráticas, a sus peculiaridades propias, a sus manías y ritmos. Aceptación radical y entrega incondicional a uno mismo, a la Vida y al otro. En un complejo baile de acercamiento y distanciamiento, de contacto y retirada.

Ahora bien, para entregarse primero se ha de ser dueño de sí. Y luego trascender el miedo a la entrega y al compromiso, abandonar resistencias. No vale un sí a medias, con reservas, porque una entrega a medias no es entrega. Sin embargo, el ego se resiste como gato panza arriba; para él la entrega es subordinación, sometimiento, una derrota que se experimenta como una muerte. Así, somos abducidos por el ego, que toma las riendas, olvidando que nuestra alma nos lleva.

Si queremos crear una relación de alma a alma en algún momento tendremos que dar un salto cuántico, aunque nos hayan engañado, hayamos sufrido, aunque hayamos sido heridos. En algún momento habrá que saltar y entregarse porque la entrega es el deseo más profundo del corazón, el verdadero anhelo del alma. Entregarse plenamente y no solo en la intimidad; entregarse por completo, sin garantías. La entrega es presencia momento a momento; estar inmersos, presentes, olvidándonos de nosotros. Obviamente, si no te entregas a ti mismo y al momento presente sin resistencias no puedes entregarte al otro.

La práctica del amor es la apertura de corazón momento a momento, confiando aun cuando quisieras esconderte o protegerte; cuando te sientes herido, confundido o temeroso. Un corazón valiente y expuesto a la vida, sin dudas ni miedo ni culpa ni sacrificio. Un corazón irradiante, cálido y lleno de luz y de amor. Únicamente es soltar todo lo que hacemos para defendernos, protegernos y no entregarnos, con el consiguiente sufrimiento. El amor fecundo es el amor correspondido, generoso y libre; aquel que se comunica de corazón a corazón, en una dulce, profunda e íntima comunión.

Porque:

Hace falta mucho valor para dejarse amar sin reservas. Un valor que es casi heroísmo. La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra persona y más aún rendirse a ella porque teme que se descubra su secreto… el triste secreto de cada ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor.

Sàndor Màrai

Texto original © Ascensión Belart

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2 pensamientos en “La entrega del corazón

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